La última cena
La obra titulada La última cena, de Leonardo Da Vinci, fue pintada en un período de siete años.
Las imágenes que representan a los doce apóstoles y a Jesús al parecer fueron retratos de personas reales. Cuando se supo que Da Vinci pintaría esa obra cientos de jóvenes se presentaron ante él para ser seleccionados. La persona que sería el modelo para ser Cristo fue la primera en ser seleccionada.
Da Vinci buscaba un rostro que reflejara una personalidad inocente, pacífica y que a la vez fuera bien parecido. Buscaba un rostro libre de los duros rasgos que deja la vida intranquila del pecado. Finalmente, después de algunos intentos, seleccionó a un joven de 19 años de edad como modelo para representar la figura de Jesús.
Casi durante seis meses. Leonardo trabajó para pintar al personaje principal de esta formidable obra. Durante los siguientes seis años continuó su obra buscando personas que representarían a doce apóstoles, dejando para el final a aquel que representaría a Judas.
Por muchas otras semanas estuvo Leonardo buscando a un hombre con una expresión dura y fría. Un rostro marcado por la decepción, la traición, la hipocresía y el crimen. Un rostro que identificaría a su mejor amigo.
Después de muchos fallidos intentos en la búsqueda de este modelo, llegó a los oídos de Leonardo que existía un hombre con estas características en el calabozo de Roma. Este hombre estaba sentenciado a muerte por haber llevado una vida de robo y asesinatos. Da Vinci vio ante él a un hombre cuyo maltratado cabello largo caía sobre su rostro escondiendo unos ojos llenos de rencor, odio y ruina: al fin había encontrado a quien modelaría a Judas en su obra.
Gracias a un permiso de sus carceleros, el prisionero fue trasladado a Milán al estudio del maestro. Por varios meses este hombre se sentó silenciosamente frente a Leonardo mientras el artista continuaba con la ardua tarea de plasmar en su obra al personaje que había traicionado a Jesús. Cuando le dio la última pincelada a su obra, se dirigió a los guardias del prisionero y les dijo que se lo llevaran.
Cuando salían del recinto, el prisionero se soltó de los guardias y corrió hacia Leonardo Da Vinci gritándole:
— ¡Da Vinci! ¡Obsérvame! ¿No reconoces quién soy?
Leonardo Da Vinci lo estudió cuidadosamente y le respondió:
—Nunca te había visto en mi vida hasta aquella tarde en el calabozo de Roma.
El prisionero levantó los ojos al cielo, cayó de rodillas y gritó desesperadamente:
—Leonardo Da Vinci, ¡mírame nuevamente: yo soy aquel joven cuyo rostro escogiste para representar a Cristo hace siete años...!
¿Se repetirá esta historia en nuestras sociedades modernas, llenas de guerras, injusticias, mafias y crímenes?